Los del otro lado
​
LOS FINOS SIN MANILLA.
Vaya uno a creer que, en pleno apogeo del siglo XXI, en el tiempo de la cosecha tecnológica y el capitalismo grosero, exista aún, el amontonamiento de seres humanos. Encerrados como novillos al borde de un colapso sin pasto.
​
Por: Diego Prieto Rojas.
Que alguien me argumente una razón comestible para pertenecer a los VIP: un grupo de familias venezolanas que respiran bajo el techo capitalino, a unos pocos metros, de la parte trasera del terminal de transportes en Bogotá.
​
Refugiados tras una cerca sobreviven. Como las mismas barreras metálicas que resguardan los conciertos en el parque Simón Bolívar. Pero esta vez, con la diferencia abismal, de estar resguardando familias con niños, en un círculo desfigurado, que desde el cielo se ve abarrotado de carpas y cambuches, en uno de los pocos sectores que conservan aún arboles inmensos en Bogotá.
​
En aquella tarde de octubre nos recibió un delegado de la alcaldía, estresado y a la defensiva no permitía el ingreso de periodistas sedientos de verdad al sector sin una autorización de la secretaria de integración social.
​
A merced de un sol abrazador, cruzamos la carrera 68 d a la altura del canal San Francisco con la esperanza de entrevistar a los del otro lado. Un grupo más abultado de seres humanos, integrado por cientos de personas tiradas en el suelo, buscando sombra y consuelo entre risas diáfanas y muros altos.
​
Nos recibió un hombre de bastón, con un especial aire de caudillo, bien vestido, rápido y eficiente. Era el dueño del único negocio en aquella esquina soleada: una chazita repleta de cigarrillos y dulcecitos que vende con el rebusque de las pocas monedas que recolectan sus compatriotas.
​
No había un solo colombiano. Por un momento sentí estar en otro país, en familia, acobijado por el abrazo de un tío que se volvió extranjero, y no se siente hace años.
​
Luego, la Maracucha, nos haría sentir su desparpajo. Era una cocinera vanidosa, de chanclas rosadas, atenta y siempre con una sonrisa libre. Nos propuso pasar a la cocina: una estufa sucia encaramada en una mesa de madera, con un túmbilo repleto de agua, dos ollas y una olleta esperando por las manos expertas de esta morena. Cocinaba frijoles enlatados y arroz con fideos.
​
Pronto comencé a evidenciar la escases y el hacinamiento.
​
Los movimientos periodísticos me parecían eternos, no encontraba entre ese desorden un personaje que me explicara la situación de todos. Iba haciendo preguntas sueltas y a lo lejos, de proto, alguien me respondía, otras veces la respuesta llegaba de muy cerca, casi a tres centímetros de mis oídos. Creí estar entre suplicas desordenadas.
​
Hasta que, por fin, en medio del desorden, encontré a Frank. Un hombre de 23 años que estaba allí por coincidencia, pero que, además, era uno de los fundadores de los “VIP”. Lucia la famosa manilla azul que les dan a sus afortunados integrantes. Desgastada por los tres meses que llevaba allí, la presumía como un Rolex enchapado en oro.
​
Alzaba su voz como quien hace una denuncia. Expuso frente al calor extenuante del micrófono y el sol, su inconformidad, su desaliento y el de todos. La condición extrema a la cual los había conducido una política absurda, “la mala administración de un camionero” decía, era el principal flagelo social de Venezuela y, la superinflación culpa de la incoherencia política.
​
Todos coincidieron con Frank. La solución a la situación social y política de Venezuela era que, de alguna manera, Maduro entregara el poder. Me resulto agobiante estar en medio del inconformismo altanero. Por un momento creí esta en una revuelta revolucionaria, pero sin pies ni cabeza, sin un Guevara que organizara la situación.
​
Volví a tomar las riendas del conflicto. Mientras, Maracucha seguía cocinando el arroz del pequeño pueblo, algunos iban y venían como zombis por entre los rastrojos de los rieles del tren antiguo de Bogotá. Un improvisado cambuche era el baño comunal. La única regla era que, el ultimo en entrar, debía dejarlo otra vez armado, pues solía desbaratarse en los baños matutinos de octubre.
​
A veces llegaba cualquier carro, de cualquier ciudadano misericordioso a regalar comida, a veces de día, otras veces de noche. O, algunas veces simplemente llegaba un millonario a recolectar fuerza de trabajo para sus fincas agrícolas. Así transcurrían los días para los de otro lado.
​
Su principal inconformidad era la división que había impuesto la Alcaldía de Bogotá, no todos podían ingresar al grupo de los VIP. La condición era llevar una manilla azul, como las que dan a las afueras de cualquier discoteca en Galerias. La única diferencia es que el cover lo impone un delegado de integración social, y el único que requisito es la antigüedad para estar hundido en ese exclusivo sector. Que no es más que un espejo de la misma condición de los de afuera. Con la diferencia de estar encerrados y abrigados por tres oficiales de la Policial Nacional.
​
Quise terminar la entrevista con una pregunta abierta, una pregunta que, además, tendría una repercusión positiva para nosotros “¿qué palabras tienen otro significado en su cultura, en comparación a la nuestra?” dije, la contestación se convirtió en un juego de respuestas y risas, de pronto me vi rodeado por personas alegres, dispuestas a responder cosas como: “has broma” que significaba hacer fotografías, “pana” que significa: amigo, “Fino” Alguien bien o positivo, “trimardito” un insulto, o “conchale” que es una sorpresa. Entendí, según ellos, que, los caraqueños son los mal hablados del país, cosa que lucían con pecho erguido.
​
En medio de la trifulca de respuestas apareció un hombre con aspecto corrompido, ojos inundados de sangre, manos gruesas y sucias. Lucia en su cabeza una gorra verde del equipo colombiano Atlético Nacional, ese detalle, me hizo pensar que aquel hombre no era venezolano, sino, más bien, un infiltrado en la cocina de maracucha.
A propósito, pregunté por el consumo de drogas, muchos me admitieron que consumían marihuana, pero que el “gale” y el bazuco era degradación. En ese momento, el hombre de la gorra se sonrió, burlándose de quienes no consumíamos drogas “pesadas”.
​
Las peleas sin sujeto
​
Con el medio día llegaron los problemas. Un hombre acuerpado interrumpió la poca paz que existía. Con un pitbull entre sus piernas, gritó al hombre de la gorra con un especial tono de denuncia, “si quiere comer a Vanesa hágalo, pero no me la meta en las drogas”. De pronto, me encontré en medio de venezolanos, presenciando una pelea de colombianos. La discusión llegó con recriminaciones fuertes. Sacaron cuchillos oxidados. Se formó un circulo, como en cualquier ritual callejero. Los implicados se atacaron, primero con insultos y luego con violencia física. Por asar de la tarde, una puñalada atravesó a uno de los curiosos.
​
La entrevista se había convertido de pronto en una gresca vulgar. Los insultos volaban como piedras. Los tres policías se preguntaban, cómo de la nada se había dañado el “orden”.
​
El almuerzo de Maracucha se había arruinado. Pasaron cinco minutos de piedras, cuando un Renault Sandero gris, abrió su baúl y en él, unas latas repletas de brownies y vasos de leche. Los migrantes, de pronto, se olvidaron de la gresca. El hambre era más importante que una gresca de colombianos.
​