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DIARIO DE UN DESPLAZADO

La neblina generaba una imagen borrosa de la realidad. El silencio se veía opacado por el sonido del agua recorriendo su cauce de cemento. Los rayos de sol formaban suaves sombras en el suelo, siluetas de árboles en lentos movimientos propagados por el aire frio, que a su vez rodeaba las torres metálicas de electricidad. Él caminaba por el puente que separaba dos terrenos sostenidos por tierra y no por el vacío y el agua. Aquel puente le recordaba la frontera entre Colombia y Venezuela, enlazada por un brazo de cemento 15 veces más largo. Un brazo que mantenía unidos a seres humanos que alguna vez pertenecieron a la misma nacionalidad, pero que por motivos políticos guiados por la ambición del poder tuvieron como consecuencia una vez más; la ruptura de territorios que se delimitaron con fronteras; tal como sucedía ahora entre los mismos venezolanos en territorio colombiano.

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Recorría lentamente el puente mientras su mirada señalaba hacia el sur. Al borde del cauce de cemento, entre andenes de pasto verde y un pequeño edificio de un piso con ladrillos gastados por el tiempo, se encontraban cambuches improvisados con tejados elaborados con bolsas de plástico negro, sostenidas con palos de madera clavados en la tierra. Dentro de estos; mujeres, niños y hombres durmiendo protegidos del frio con cobijas y plástico que evitaba el contacto con el agua cuando llovía. Al fondo de la imagen recreada en su cerebro, una chimenea de alguna empresa que botaba humo negro constantemente. Dicho paisaje urbano le parecía una reinterpretación capitalina de los grabados de Gustave Doré. Aquellos que representaban al Londres de la revolución industrial, donde la contaminación cubría diariamente las calles, plagadas de seres humanos en precarias condiciones de higiene y vestimenta, arrumados en “hogares” improvisados, normalizados por la clase burguesa, quienes encontraban natural ese estilo de vida, entre ratas y hambre; y quienes solo les importaba la acumulación de riqueza, sus intereses personales, mientras muchos sobrevivían a condiciones que denigraban la dignidad humana. Así se encontraban aquellos venezolanos que habían dejado su patria, debido a una crisis económica y política mal controlada por un gobierno ineficiente; todos con la esperanza de un mejor vivir.

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Siguió caminando hasta cruzar por completo el brazo de cemento. Ahora, se encontraba sobre las vías del tren, un panorama igual o peor al que había visto segundos atrás. Toda una calle cubierta por plásticos negros y palos clavados en la tierra que albergaban seres humanos. No obstante, a su izquierda, se encontraban varias carpas que contrastaban los “estratos” callejeros de los desplazados. Al lado de los rieles del tren, en la calle 22 con carrera 68D, al frente de esta, en un pequeño bosque con grandes árboles, rodeado por barreras metálicas policiales, que a su vez hacían de frontera, yacía un campamento improvisado al que muchos venezolanos fuera de este, llamaban campamento VIP.

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Custodiado por policías, funcionarios de la secretaria de integración social y la alcaldía Mayor de Bogotá. Aislados por una barrera que se asemejaba a la frontera ejercida entre Colombia y Venezuela, pero de menores proporciones. La neblina y los rayos del sol se colaban por ambos campamentos; la naturaleza entendía que no había diferencia alguna entre estos seres humanos de la misma nacionalidad, pero a la lógica humana, y bajo parámetros políticos de migración, eran distintos, el solo ser censados, les daba parcialmente una forma de “legalidad”, que les permitirá estar en tierra colombiana. Así funcionaba la lógica humana, dando privilegios a quienes se encontraban en reglamento, mientras los que se encontraban fuera del campamento VIP, carecían de alimentos y asistencia médica. Solo en dicho espacio que no superaba los 500 metros a la redonda, yacía el claro ejemplo, de manera metafórica, de un estado, donde la clase alta privilegiada no extiende sus beneficios sobre los necesitados.

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Sin embargo, ni siquiera el campamento VIP tenía baños, las condiciones de “vivienda” eran parecidas a quienes se encontraban al exterior de este. La única diferencia, era la seguridad, custodiados por la Policía Nacional de Colombia, en un campamento improvisado, una institución basada en el encierro, característica de la sociedad disciplinaria de Foucault. Los tenían aislados, encerrados en un pastal con árboles donde los niños corrían de lado a lado, sin encontrar respuestas, o ni siquiera preguntarse porque habían dejados sus hogares, en la tierra que los vio crecer.

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Caminó por los alrededores de los venezolanos que no estaban dentro del campamento certificado. Se topó con la familia Rodríguez; una familia que había migrado de la zona oriental de Venezuela. Estaban sentados sobre unos colchones enrollados y unas maletas húmedas, mientras comían pan francés que previamente uno de los líderes venezolanos del lugar les había ofrecido. Habían llegado en la noche anterior desde Bucaramanga. En un largo trayecto que había comenzado desde la frontera con Colombia.

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No tenían los papeles en regla para pasar legalmente la frontera, -contaron-, así que decidieron hacer el recorrido que cientos de venezolanos hacen a diario, entre las trochas que llevan al río Táchira. Luego de cruzarlo, siguieron el recorrido hacia Cúcuta, descansaron, y después siguieron el recorrido hasta Bucaramanga, donde se sometieron a la segunda prueba de fuego que la naturaleza les imponen en el camino: el frio del páramo Santurbán. Cientos de kilómetros son necesarios para llegar a su destino, el resultado; hambre, frio y unos pies hinchados que los ponen en un descanso obligatorio.

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-Después de que llegamos a Bucaramanga, un señor  de acá, colombiano, nos trajo hasta Bogotá, a mi familia, y a otras cuatro familias en un camioncito-, afirmó Jenny Rodríguez, madre cabeza de hogar de dos hijos que no superan los 8 años, y dos que están prontos a cumplir los 18 años de edad.

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Niuman Rodríguez, de 17 años, dejó sus estudios y la posibilidad de grabar sus primeras canciones de rap por acompañar a su madre y sus hermanos en la búsqueda de una mejor calidad de vida, una que la crisis venezolana no le arrebato de las manos. Participó de las protestas universitarias que se desarrollaron en varias zonas de Venezuela, aquellas que terminaban con fuertes combates entre los manifestantes y la fuerza pública, y que en muchos casos dejaba varios jóvenes muertos al día.

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-Las protestas aún siguen, sobre todo en Caracas, el problema es que los medios de comunicación ya no los transmiten- afirmó. –La situación sigue siendo cada vez más complicada, ya no han productos de la canasta familiar, y si los hay, son excesivamente costosos. Además, quienes tienen mayor capacidad para adquirirlos, lo compran todo y lo revenden aún más costoso, y el salario que ganamos no alcanza sino para tres libras de arroz, entonces toca racionarlo todo. Y si quieres comprarte un par de zapatos, tienes que ahorrar todo un año para eso, pero aquí la prioridad es comer, así que nada de ropa, toca ponerse lo que haya o pedir regalado.

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Venezuela se ha convertido en un territorio de guerra, hambre, censura y pobreza. Los servicios públicos fallan, no hay alimentos en los supermercados, y si los hay no alcanza para comprarlos. Los hospitales están solos, muchos médicos han abandonado el país, así pasa con la mayoría de profesionales. Las fuentes hídricas se han contaminado por culpa de la falta de mantenimiento de las redes por donde se transporta el petróleo. El lago Maracaibo se convirtió en un pozo de agua y petróleo; los peces son un adorno sobre la superficie, inertes, siguiendo involuntariamente el movimiento de las olas. La contaminación afecto drásticamente la economía pesquera, dejando aun peor a quienes no tienen mucho para vivir.

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Mientras se encontraban sentados en el pasto húmedo, un carro gris se parqueó a pocos metros, de este bajaron dos colombianos, abrieron el baúl y empezaron a repartir alimentos. Rápidamente se formó una fila, la gente corrió desde distintas direcciones para alcanzar a reclamar lo que podría ser su primer y último alimento del día. Mientras la familia Rodríguez comía, charlaban acerca de su próximo destino: Cali. Un venezolano que apoya a sus compatriotas, los llevaría a ellos y a otra familia hasta la ciudad, donde buscarían un empleo formal o descansarían para seguir el recorrido hasta llegar a Ecuador. Pues sino encontraban ayuda en Colombia, debían seguir buscándola, hasta lograr empezar una nueva vida.

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Niuman le mostró los escritos que se convirtieron en sus canciones; influenciados por el rapero venezolano Canserbero, Apache y Gona. Palabras que formaban toda una perspectiva sobre la situación de Venezuela y la vida en general; una crítica a la discriminación y el nacionalismo excesivo, el cual muta hacia al fanatismo xenófobo. La vida no es color de rosa, -su última canción- muestra una realidad no normalizada por el pueblo venezolano, donde la angustia y la desesperanza agotan el tiempo de las personas de su territorio. Dijo, que disfrute cada momento de su vida, que aprecie lo que tiene, porque mañana será tarde, y si no lo aprecia, cuando lo pierda lo extrañara. Frase que rutinariamente se escucha en todas partes de Bogotá, pero a la que se hace caso omiso, porque se cree que todo es duradero, que volverá de una u otra manera, pero lo que es cierto, es que lo único seguro es la muerte.

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-No quiero que nadie me diga que lo siente o el más sentido pésame, sino siente lo que yo siento, no quiero que nadie me vea ni me trate con lastima, sino siente la lástima que yo siento- cantó Niuman. Después de sus últimas palabras, su familia se embarcó en un camión con destino a Cali, la ciudad que reboza esperanza subjetiva, y en la cual quieren lograr mejorar su vida, y tal vez en un futuro próximo, volver al lugar que los vio nacer.

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Él se quedó sentado, mientras el sol se hizo más fuerte, las sombras más marcadas, y cuando todos se habían levantado de sus cambuches improvisados. Las voces y los pitos de los carros apocaban el silencio de la mañana en la que había llegado. Donde todo era tranquilo, sin tapujos. Ahora, solo observaba más familias, niños corriendo, algunos sonriendo, adaptándose a un territorio donde solo han sufrido discriminación, pero del cual esperan crecer, y algún día volver a vivir…

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